Allí donde haya belleza o atracción
–los cielos serenos, la brisa que corre, la hierba que baila,
la poesía y el arte que invitan al corazón–
tienes que saber que eso es un reflejo del Si-Mismo, la Causa última.
Así es como hay que saborear la belleza
y el amor a la verdad.
(Hari Prasad Shastri)
LA NATURALEZA ES UN TEMPLO
Jean Biès
En el espacio se despliega la naturaleza, que también hay que sacralizar.
Luchando contra el panteísmo pagano, el cristianismo se dedicó a separar a Dios de su creación, para relegarlo más y más en el cielo.
En los tiempos modernos, el cientificismo a pretendido reemplazar a Dios. Armado con su tecnología, ha dominado, domado, explotado la naturaleza; le ha dado el golpe de gracia. El homo technologicus también aplana los caminos, como lo decía Isaías en un contexto opuesto, él rellena los huecos, rebaja las montañas, nivela los caminos. Podríamos añadir que transforma los vacunos en carnívoros e instala el desierto donde había agua.
Si el politeísmo a desaparecido de Occidente, su retirada no ha dejado sin embargo una materia inerte, violable a voluntad. Le debemos al Cristianismo Ortodoxo Oriental el haber bautizado la naturaleza más que el haberla exiliado y convertido en algo maldito. Encarnándose, nos lo explican, el Hijo de Dios a santificado la materia del mundo: la tierra, desde que él la ha pisado con sus pies, el agua desde que él ha entrado en ella para su bautismo, los árboles, desde que el a estado tumbado en el bosque, el aire, desde que él lo ha respirado, volviendo así a la creación entera a sus modalidades paradisíacas. El mismo cristianismo recuerda que la creación está toda vibrante y dinamizada por esos logoï, por esas «energías divinas» que le fue dado ver a Moisés en la Zarza ardiente: relámpagos de la Gloria divina, destellos de la Luz increada.
Extenuados de escepticismo, aquellos que siempre tienen buenas razones para no creer en nada, pretenden que creerían en Dios si asistieran a un milagro. No se dan cuenta de que el milagro está por todas partes, y que si ellos no lo ven, es porque el milagro salta a la vista. Los mirabilia de la naturaleza están ahí para testimoniar de una presencia inimaginable ante la cual abismarse, como dice Shahrazad, en los «límites del asombro y la admiración».
Tenemos que reaprender todo acerca del arte de la observación contemplativa de las bellezas de la naturaleza que, con todas sus formas, nos rodea. Tenemos que reencontrar esa mirada ampliada, purificada, renovada, que es la del Ojo del corazón, el cual hace ver las cosas como Dios las ve. Esa mirada es aquella que sobrepasa la visión inmediata, horizontal. Es al mismo tiempo simbólica, poética, y comparte con el niño un cierto don de inocencia. Esa mirada ayuda a comprender que una montaña, un río, un bosque, son algo más que un conglomerado de minerales, una masa de agua, unos troncos de árboles, y nos habla de nuestra ascensión personal, del devenir cósmico, del santuario interior. Este arte de la contemplación, despojado de toda segunda intención de destrucción, de explotación, de conquista, es aquél que nos convierte en el objeto contemplado en virtud de la simple correspondencia que religa el macrocosmos y el microcosmos humano. El pensamiento analógico de los Upanishad ha establecido relaciones entre las hierbas y los pelos, los astros y los ojos, el trueno y la voz, los ríos y los humores. Por la inmovilidad de la posición sentada –que es ascesis- nos volvemos una peña meditativa y reproducimos la Inmutabilidad divina. Por los movimientos y los gestos, nuestros miembros se asemejan a la movilidad flexible de las ramas: reflejamos entonces el juego cósmico. Por el caminar que nos hace acercarnos a los demás, nosotros figuramos entre los seres animados y asumimos la omnipresencia de la energía. Sin dejar de pertenecer a los reinos mineral, vegetal y animal, revelamos al mismo tiempo el reino de la divinidad.
Toda la naturaleza esta ahí para enseñarnos quienes somos. Esa es su importancia pedagógica. A nosotros nos corresponde saber captar sus mensajes, descifrar sus «claves», recordar sus lecciones; y para escucharlas más de cerca, decidirnos de una vez por todas a instalarnos en su seno, conllevando eso un completo giro en nuestra vida o incluso un cambio hacia un destino más modesto. ¿Qué no haríamos para escuchar al polvo decirnos que nosotros somos polvo de estrella, lo cual nos hace ser estrella? ¿O escuchar al viento decirnos que no somos más que un soplo (pneuma), pero que Pneuma significa Espíritu?
Fragmento de : PAROLES D´URGENCE, Jean Biès, Terre du Ciel, ISBN 2-908933-11-X